9 de diciembre de 2009

confesión.




Podría ser verdad que soy una ridícula y me conmuevo ante la mínima provocación. Las muestras de lealtad me resultan tiernísimas así como el repentino nacionalismo cuando es el grito en septiembre o en los partidos de fútbol. Las obras de teatro me parecen todas hermosas. Los musicales me emocionan. Cada capítulo de Extreme Makeover me deja mocosa. Con las películas, las historias de amor difícilmente me hacen llorar, de hecho casi nunca sucede. Quiero decir, sí me hacen suspirar muchas veces, pero así como ponerme a lloriquear hormonalmente pues no. Lo que sí me hace llorar sin remedio en el cine son las historias de viejitos. Hoy vi El Estudiante y sin importar que haya estado buena o no, yo estuve chillando sin poder detenerme cada vez que salía el abuelito en la pantalla. Debería imaginarse cuando vi la de Up, lloré desde el principio, lloré como si fuera The Notebook (con esta también lloré, obvio por las escenas de los abuelitos con alzeihmer). De veras, no sé, se me ocurren mil películas sentimentalonas que tienen de objetivo al público llorón que sin embargo a mi no me hacen nada, nadita. Pero las películas con viejitos ya sean tristes, optimistas, moribundos, esperanzados, gruñones, solos, sabios, enfermos o sanos, todos los viejitos de todas las películas me hacen llorar mucho. Lloro mucho con los viejitos, oh. No sé por qué... mentira, sí sé muy bien por qué pero no lo voy a escribir aquí y no creo discutirlo con nadie nunca por la misma razón por la que no discuto nada con nadie nunca, y además si hablo de ello me voy a poner a llorar y, hey, ya ni sé.



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