5 de diciembre de 2009

anécdota del atún



Una día en Roma después de haber caminado y caminado y caminado, iba de regreso al hotel muy cansada, muerta de hambre. No quería cenar ahí, donde sólo servían pan duro con mantequilla, y todos los restaurantes cercanos estaban cerrados porque al parecer dios me odia; entonces cuando me encontré un supermercado entré a comprar cualquier cosa que pudiera comer en mi cuarto. Tomando en cuenta que no podía calentar ni preparar nada, escogí una ensalada de esas que vienen ya listas, una lata de atún, papitas y una coca. Debía ser suficiente y muy delicioso, porque durante todo el viaje sobreviví con pan duro y panditas alemanes (yum). La habitación de ese hotel era bien bonita, se abría con llave y tenía un pasillito muy corto que daba a una puerta muy bonita y pesada que se abría al cuarto donde estaba la cama, y otra puerta a lado que era el baño, el piso era de duela, en el cuarto junto a la cama había un armario de abuelita, un tocador y una tele a blanco y negro; el papel tapiz del pasillo era de florecitas rositas, muy lindo. Ah, cómo no le tomé fotos. No le tomé fotos porque salía muy temprano y sólo llegaba al final del día a desmayarme. Admito que pude haber conocido muchas personas con las cuales amistarme pero mi ineptitud social y estupidez causaron que cenara sola siempre. Entonces llegué fulminada a mi cuarto con el plan de comer mientras veía cualquier cosa que pasaran en la tele, no iba a entender nada como quiera, y luego dormir. Saqué mi cena, la ensalada tenía lechuguita, aceitunas, otras cosas verdes y a lo mejor zanahoria, le revolví el atún, abrí las papitas y comí despacio pero a bocados grandes, saboreando. Fue perfecto, no miento: esa ensalada es una de las cosas que define mi concepto de felicidad. Desde entonces me gusta mucho el atún.


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